Los puentes del Barón

Marco Pantani ascendió el Puente Vecchio.

Singuerlín 1 Barón de Viver 4

Ayer tuvimos una mañana de domingo difícil de aguantar en el lado norte del río Besós, aquella orilla arreglada con el césped cortado como Saint Andrews, cercana a Singuerlín, donde el sol golpeó con más fuerza de lo habitual; el suelo ardía, sin una pizca de viento que nos aliviara el calor de finales de invierno que tuvimos que soportar sin quejarnos demasiado, sabiendo que, en parte, nos lo merecíamos. Las familias de Santa Coloma se sentaban en el césped próximas al río y se liberaban de una semana larga llena de trabajo y trataban de exprimir el corto domingo, dejando que los niños corrieran como cabras, vigilando que no se cayeran al río.   

La de ayer fue una mañana de domingo fácil, apacible, en el otro lado del Besós. La zona que no está arreglada, en esa orilla la vegetación desordenada se apodera de la rivera del río. Esta costa fluvial de Barcelona es tímida y se esconde detrás del Nus de la Trinitat, de la contaminación y de las fábricas que se elevan entre las autopistas, que van y vienen y  se mezclan como cordones de unas botas de fútbol y luego se deshacen acabando tranquilamente en Barón de Viver.

Probablemente, los límites de Barcelona (Besós y Llobregat) sean lo peor cuidado de la misma. Nuestros ríos son frontera, son la puerta al oeste inexplorado, habitado por los siux y, actualmente, uno se puede cruzar con hileras de colonos que tratan de buscar unos alquileres asequibles, dejando atrás la miseria condal. Son las murallas del siglo XXI. Siempre me sorprendió ver cómo las grandes ciudades europeas se ven cruzadas por un río tan ancho como caudaloso, en los que la gente se para en los puentes para ver el agua bajar e imagina dónde puede llegar, y se hacen fotos y cuelgan en los laterales del puente candados como símbolo de amor imperecedero (otro día hablaremos de la estupidez humana). En nuestra comarca, en cambio, los ríos no unen sino que delimitan y no conozco a nadie que se pare en ningún puente a ver el agua viajar hacia la mar, aquí, como en la película Barrio, lo que miramos desde los puentes es la carretera que circula por debajo y jugamos a adivinar el color del siguiente coche, o a mear cuando pasa algún coche de alta gama. Ayer había un derbi fluvial y aún se  oyen, si consigues separar el sonido continuo de los coches, tras el humo de las fábricas contaminadoras, los gritos de alegría de los visitantes ayer en Can Zam. Fueron cuatro, pudieron ser ocho goles. Una ciudad se define por sus puentes, me dijo mi abuelo hace años. Normal que lo dijera, ya que era ingeniero de puentes y caminos, supongo que quería darle a su trabajo un carácter artístico, algo más que construir cuatro columnas de hormigón desde el fondo del arroyo, pienso que pensó. Algo de razón sí que tenía, las ciudades monumentales tienes puentes monumentales presididos por estatuas de antiguos e infaustos emperadores, como en París. Las ciudades amables, como Ámsterdam, tienen puentes pequeños y limpios que invitan a los transeúntes a cruzarlos en un sentido y en otro, y perderse entre sus canales. Praga, sería una ciudad olvidada sin sus puentes, en concreto el de Carlos que está presidido por una torre negra que nos encamina al barrio dónde nació Kafka, entre metamorfosis y metamorfosis. Estambul sería un tercio de lo que es si no fuera por la conectividad de las carreteras fluviales, ¿Asia, Europa u Oriente Próximo? ¿Quién sabe? Da igual, con sus puentes Estambul es la capital del Mundo. Sin embargo, el mejor puente del mundo es el Puente Vecchio y el puente es un mundo en si mismo. Cuando lo cruzas, te olvidas de que estás por encima del río y te gustaría que nunca acabara y también te gustaría estar solo, lanzar a todos los turistas al río sin reparar en que tú eres un turista también. Resulta que esta pasarela es un microcosmos dentro de Florencia que es más bonito desde lejos que dentro, igual que un astro o una estrella brillante que te enamora estando a millones de años luz pero que te quemaría si estuvieras cerca de ella. Así, estimados amigos, fue el partido de ayer. Espero que disculpen todo el tostón sobre las fronteras de Barcelona, los puentes que he podido cruzar, los microcosmos de Florencia o los putos Siux, todas las vueltas que he tenido que dar para poder llegar al partido de ayer, lo que hay que hacer para no hablar de lo que uno debe… Si han llegado hasta aquí, lamento la comparación que hago del partido con una estrella en el universo, lamento haber creado expectativas para luego defraudar pero aún me dura el desamparo que se vivió ayer en nuestro barrio. Las expectativas eran positivas y todo parecía dispuesto para cruzar juntos el puente que te encara a las primeras rampas del Alpe d’Huez (léase Tourmalet), donde cada curva tiene el nombre de un ganador y el récord lo tiene ese ídolo inmortal de los años noventa, Marco Pantani. Hace años nuestro padre nos llevó a este puerto de montaña a mi hermano y a mí a ver la etapa del Tour de Francia que acababa en la cima del Alpe d’Huez y nos incitó a subir los últimos 3 kilómetros; yo, fiel a mis principios, abandoné a los doscientos metros de empezar, mi hermano aguantó como un jabato y, al llegar a la meta, se desmayó por una bajada de azúcar, fiel a sus principios prefirió llegar y caer que no llegar.

El Alpe d’Huez, el puente Vecchio y el partido de ayer son iguales. Son bonitos desde lejos y te abren la puerta del optimismo humano, que no todo son derrotas ni guerras ni engaños, que de vez en cuando las personas logramos no contaminar mucho y reciclar lo mínimo para que nuestro paso por este planeta no sea recordado únicamente por la desdicha y la pena. Sin embargo, a medida que te vas acercando, el Alpe d’Huez es empinado y los cuádriceps te pinchan al tratar de subirlo, los rayos de sol atraviesan tu casco y te clavan una buena insolación y te ves incapacitado para seguir, rindiéndote ante la cuesta. El Puente Vecchio, cuando entras solo quieres salir, esquivando hordas de turistas japoneses, y rusos obesos y ostentosos, decepcionado cuando lo bello por fuera es triste por dentro. Y, por último, el encuentro de ayer, perdido desde el inicio no sé por qué, precedido de dos victorias seguidas y con la esperanza de seguir resurgiendo. Pese a todo creo firmemente que el equipo será fiel a sus principios, igual que mi hermano, preferimos llegar y caer que no llegar y permanecer erguidos.

Narrado por Carlos López.